En el Ecuador, durante más de un siglo los trabajadores han constituido organizaciones sindicales, al principio de manera clandestina, y luego de manera legal después de su reconocimiento por el Estado gracias a la lucha de clase obrera.
Sin embargo, es común aun en nuestros días que cuando una organización es constituida, y se invita a los trabajadores a afiliarse a ella, la pregunta de “¿cuáles son los beneficios?” sea la primera que se plantean los compañeros. A esta pregunta le acompañan el miedo, la desidia, la apatía y la incredulidad.
Estos sentimientos tienen explicación, pues la lucha por mantener vivas las organizaciones sindicales ha tenido que enfrentar el terror patronal y el “entrismo”, es decir la deliberada acción de las empresas o grupos particulares para cooptar la dirección de las organizaciones, ya sea para destruirlas o para volverlas un negocio en beneficio de pocos.
Esto no quiere decir que los trabajadores deban renunciar a la vía judicial para enfrentar sus reivindicaciones, pero esa vía debe estar siempre acompañada de la acción movilizadora.
Y la respuesta es que nos organizamos fundamentalmente porque la relación laboral es desigual (contrario al discurso patronal que habla de la libertad del trabajador para contratar con las empresas). Es desigual porque un trabajador que necesita del salario para su sustento, “negocia” sólo frente a la patronal la venta de su fuerza de trabajo.
Las empresas tienen grandes recursos y equipos legales asalariados, además de un “mercado laboral” en la desocupación para escoger. Para poder negociar en mejores condiciones, los trabajadores se organizan y crean instituciones (sindicatos, asociaciones, etc.), que permitan que disminuya en algo la desigualdad. Pero esas instituciones para que funcionen en consecuencia con el objetivo planteado, deben ser dirigidas por los trabajadores, y no por los abogados o la patronal. Necesitan democracia obrera.